de Vivir la Vida / from Living Life

Spanish

Habíamos avanzado apenas unas cuadras cuando dos jóvenes abordaron el auto. Me taparon la boca y me pusieron una navaja en la garganta. Me arrancaron la bolsa, la argolla matrimonial que apenas hacía unos cuántos días que ocupaba mi dedo y la cadenita de oro con un relicario, regalo de la abuela, que desde que cumplí catorce años colgaba de mi cuello y en la que guardaba mi primer diente de leche que se me cayó a los seis y unos cabellos de mi trenza, cortados dos meses antes de cumplir los trece, el día de mi primera menstruación.

Durante largo rato dimos vueltas por las calles. Una y otra vez me insultaban y preguntaban dónde estaba mi tarjeta de crédito y cuál era el número confidencial, pero yo estaba paralizada y no podía contestar. Y aunque hubiera podido, no tenía idea de qué era eso.

De repente otro auto se les adelantó. El chofer se puso furioso y se lanzó a toda velocidad para perseguir al que ahora llamaba el enemigo. Se subía a las banquetas sin mirar si había vehículos estacionados o peatones y se pasaba los altos. Hasta que perdió el control y nos fuimos a estrellar contra una pared, tan fuerte que hasta la navaja se soltó de la mano del que me amenazaba. Antes de que nos recuperáramos, ya habían llegado las patrullas.

Durante largo rato dimos vueltas por las calles. Una y otra vez me insultaban y preguntaban dónde estaba mi tarjeta de crédito y cuál era el número confidencial, pero yo estaba paralizada y no podía contestar. Y aunque hubiera podido, no tenía idea de qué era eso.

En una subieron al chofer que sangraba profusamente por la nariz y en otra a mí. A los muchachos los dejaron ir.

Ellos tienen mi reloj y mi relicario les dije a los patrulleros con la voz entrecortada. Pues ya ni modo contestaron, no los detuvimos porque no parecían asaltantes, se veían buenas personas. Luego se ofrecieron a llevarme a mi casa si les daba una propina.

Anduvimos mucho rato dando vueltas por los alrededores de Gran Hotel Bristol sin encontrar el edificio, hasta que en una de esas vimos al portero, que regresaba de su acostumbrada borrachera de todas las tardes ¡el susto que se pegó cuando la patrulla se detuvo y le pidió que subiera!

Cuando por fin llegamos, yo no tenía llaves para abrir, pues se habían ido con todo y bolsa. Será necesario buscar a un cerrajero para forzar la chapa del departamento dijo uno de los patrulleros. No se preocupe respondió el ya para entonces sobrio encargado, con un alambrito yo
mismo puedo abrir, en esta vida cualquier cosa se arregla con un alambrito. Y dicho y hecho, en un santiamén las tres cerraduras importadas en las que mi marido había invertido miles de pesos y de las que tanto se vanagloriaba, cedieron con facilidad y pude entrar a mi hogar.

Tres cosas me llamaron la atención: la primera, que la cama estaba tal y como la había yo dejado al levantarme y por lo tanto, nadie se había dado cuenta de mi desaparición. La segunda, que encima de la almohada esperaba la consabida nota que yo no había visto cuando me fui: Salgo tres días de viaje, acompaño al Secretario. Aprovecha para descansar. Besos, Paco. Y la tercera, que sobre la cómoda estaba mi reloj de pulso, el magnífico regalo de bodas de mi padre. Por lo visto había olvidado ponérmelo, y luego había olvidado que lo había olvidado.

SARA SEFCHOVICH, Vivir La Vida
(Editorial Alfaguara, 2001, pp. 26-32)
REPRINTED WITH THE AUTHOR’S PERMISSION

English

We’d gone just a few blocks when two young men got in the car. They covered my mouth and put a knife to my throat. They grabbed my purse, the wedding ring that had only been on my finger a few days, and the delicate gold chain and locket that was a gift from my grandma and had hung around my neck since I turned fourteen. It held the first baby tooth I’d lost at six and some hair from my braid cut two months before I turned thirteen, the day I got my first period.

For a long time, we drove round and round through the streets. They swore at me over and over again, demanding my credit card and the secret code, but I was petrified and couldn’t answer. And even if I could have, I had no idea what they were talking about.

All of a sudden another car passed us. Our driver got pissed and took off at top speed to chase the car he was now calling the enemy. He ran stop signs and drove up curbs without watching for pedestrians or parked cars. Finally he lost control, and we crashed into a wall so hard that the knife flew out of the hand of the guy who was threatening me. Before we recovered from the impact, the police had already arrived.

For a long time, we turned round and round through the streets. They swore at me over and over again, demanding my credit card and the secret code, but I was petrified and couldn’t answer. And even if I could have, I had no idea what they were talking about.

The driver, bleeding profusely from his nose, got into one patrol car, and I got in the other. They let the young guys go.

They have my watch and locket, I told the police, my voice shaking. Well, doesn’t matter now, they answered. We didn’t detain them because they don’t look like dangerous criminals; they look like nice guys. Then the police offered to take me home if I gave them cash.

We drove around a long time, turning down streets surrounding the Grand Hotel Bristol without finding my building, until on one of the streets, I spotted the portero as he was walking back, drunk as usual, to his evening shift at my apartment building. He got quite a scare when the police stopped and asked him to get in!

When we finally got to the apartment, I didn’t have keys because they’d gotten away with my purse and everything. You’re going to need a locksmith to force open the apartment’s lock, one of the policemen said. Don’t worry, said the now sober portero, with a thin wire I can open it myself; in life, a thin wire can fix just about anything. And no sooner said than done, in the blink of an eye, the three imported locks that my husband had spent a fortune on and had always bragged about opened effortlessly, and I stepped inside my home.

Three things caught my attention: first, the bed was exactly like I’d left it when I got up which meant no one had noticed my disappearance. Second, on top of the pillow, the usual note was waiting for me. I hadn’t seen it when I left:

I’m going on a three-day trip to accompany the Foreign Minister.
Get some rest.
Kisses, Paco.

And third, on top of the dresser was the wonderful wristwatch my father had given me as a wedding present. Apparently, I had forgotten to put it on and then forgot that I had forgotten it.

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