de Vivir la Vida / from Living Life

Spanish

Cuando salí del edificio no tenía ni idea de para dónde caminar. Era una mañana soleada, y al llegar a la esquina vi que los coches estaban detenidos en largas filas que no se movían y que los conductores furiosos tocaban el claxon, insultaban y gritaban. Había familias enteras que pedían limosna, vendedores que ofrecían enormes paraguas de muchos colores, tan bonitos que si hubiera tenido suficiente dinero me habría comprado uno, y también muñecos de peluche, cachorros vivos, refrescos de limón y empanadas de piña, flores y chicles. Un hombre semidesnudo, apenas cubierto por un taparrabo, danzaba. El enorme penacho de plumas que llevaba en la cabeza se mantenía extrañamente firme mientras los pies brincaban y su ritmo se acompañaba de las sonajas que llevaba alrededor de los tobillos y las muñecas. Había dos payasos con la cara pintada y zapatos grandísimos con la punta levantada. Uno se subía sobre los hombros del otro y aventaba unos aros que daban vueltas en el aire antes de regresar a sus manos. El espectáculo era tan divertido que aplaudí entusiasmada, provocando la risa de todos los que estaban por allí.

Caminé sin rumbo entre el humo de los camiones, las sirenas de las ambulancias, los altavoces de las patrullas que pretendían dirigir el tráfico y los radios a todo volumen que se oían en casas y tiendas. Salté por encima de baches y coladeras abiertas, di vuelta alrededor de autos estacionados en tres filas, brinqué charcos, banquetas levantadas, árboles a medio caer, mierda de perro, bolsas vacías, cascos rotos, envolturas, escupitajos y colillas. Y sufrí tratando de atravesar las calles, porque los autos jamás detenían.

Por las ganas de orinar, pedí permiso en un restorán para usar el baño. Lo siento, pero es sólo para clientes, si se pudiera con mucho gusto, respondió el encargado. Entré entonces a una tienda y pregunté, como me había enseñado mi abuela, si tenían un tocador que pudieran facilitarme. A sus órdenes señorita me dijo el vendedor, estoy para lo que se le ofrezca. Intenté en el supermercado, pero en la puerta había un letrero que me asustó: Evite ser asaltado, no se detenga aquí. Quise entonces pasar al cine, pero la señora de la taquilla me advirtió: Todos pagan boleto para entrar, hasta las escoltas, aunque vengan armadas.

Como no sabía qué hacer, me subí al primer autobús que pasó. Nunca había viajado en uno y me impresionó que el piso estuviera tan sucio y el único asiento vacío rajado y con el relleno salido. Tuve que quedarme de pie y detenerme del tubo que atravesaba a lo largo del techo pero así y todo, cada vez que el chofer frenaba o arrancaba, salía yo disparada hasta caer encima de alguien a quien tenía que pedir disculpas. Por fin se desocupó un lugar, pero no bien me había sentado, cuando me di cuenta de que había desaparecido mi reloj de pulso, el magnífico regalo de bodas de mi padre.

Debí imaginarlo. Una y otra vez había oído lo que era esta ciudad y ahora me sucedía a mí. En un arranque de valentía salida de no sé qué profundidades, me volteé y le dije al señor que iba sentado al lado mío: Voy a abrir mi bolso y usted va a echar allí dentro el reloj sin decir ni una palabra ni hacer ningún ruido ¿entiende? El hombre obedeció. Y cuando la prenda cayó dentro, me bajé en la siguiente parada. Lo había logrado y de hoy en adelante sería más cuidadosa.

En el puesto de una esquina muy transitada compré una manzana, mi fruta preferida por la que siempre había sido capaz de caer en los chantajes de mis hermanos. En el carril central de una vía de alta velocidad compré un refresco de cola, mi bebida favorita, por la que tantas veces tuve que rogarle a mi abuela. Luego, como ya me había descubierto valiente, entré en una estación del metro y compré un boleto para conocer el tren del que tanto me había hablado don Lacho mi padrino. Pero nunca logré subirme, pues cada vez que las puertas se abrían, un montón de gente se me aventaba encima sin darme oportunidad de pasar.

Cuando empezó a oscurecer me dio miedo. Decidí entonces regresar a mi casa y dejar mi fuga para mejor ocasión.

El problema es que no tenía la menor idea de dónde vivía ni de cómo se podía llegar allí. Estaba parada pensando qué hacer, cuando se detuvo frente a mí un auto y el chofer me dijo: ¿La llevo señorita? Agradecida me subí y le expliqué que no sabía mi dirección, pero que si me llevaba al Gran Hotel Bristol ya estaríamos cerca y sería más fácil buscar.

English

When I walked outside, I had no idea where I was going. It was a sunny morning, and when I got to the corner, I saw cars stopped in long lines that weren’t moving. Angry drivers were honking, swearing, and yelling. There were entire families begging and street vendors selling huge beautiful umbrellas of all colors; if I’d had enough money, I would’ve bought one. There were also stuffed animals, real puppies, lemon-lime soft drinks, pineapple empanadas, flowers, and gum. A half-naked man, barely covered by a loincloth, was dancing around. The huge feather headdress he wore stayed amazingly steady while his feet skipped and jumped; the rattles he wore around his wrists and ankles accompanied his rhythm. There were two clowns with painted faces and humongous shoes that curled up at the toe. One of them climbed onto the other’s shoulders and threw hoops that spun in the air before returning to his hands. The show was so entertaining that I applauded enthusiastically, making everyone around me laugh.

I wandered among bus and truck exhaust, ambulance sirens, police loudspeakers pretending to direct traffic, and radios blasting from houses and stores. I leaped over potholes and open drains. I walked around cars parked three deep, jumped over puddles, buckled and cracked sidewalks, half-fallen trees, dog shit, empty bags, broken glass bottles, wrappers, gobs of spit, and cigarette butts. And trying to cross the streets was impossible because the cars never ever stopped.

I had to pee, so I asked to use the restroom in a restaurant. Sorry, but it’s only for customers. If I could, I would, the manager replied. Next I went into a store and asked, like my grandma had taught me, if there was somewhere I could powder my nose. I’d be happy to help you powder whatever you want wherever you want, Miss, the salesman said. Is there anything else I can do for you? I tried at the supermarket, but a sign on the door scared me off: If you don’t want to be assaulted, don’t stop here. Then I asked to use the restroom at the movie theater, but the woman at the box office told me: Everyone has to buy a ticket to get in — even armed bodyguards.

Since I didn’t know what else to do, I got on the first bus that went by. I’d never taken the bus, and it shocked me that the floor was so dirty and the only empty seat was ripped, its stuffing coming out. I had to stand and hold onto the bar that ran the length of the ceiling but even then, each time the driver hit the brake or the gas, I lurched back and forth, stumbled into somebody, and had to apologize. Finally there was an empty seat, but no sooner had I sat down than I realized I was missing the wonderful wristwatch my father had given me as a wedding present.

I should’ve known. Over and over again I’d heard what this city was like, and now it had happened to me. In a sudden burst of bravery that came from I don’t know where, I turned to the man sitting next to me and said: I’m going to open my purse and you’re going to toss the watch inside without saying a word. Not a peep, understand? The man did as I said. Once it was in my purse, I got off at the next stop. I had actually pulled it off, but from now on, I’d be more careful.

At a busy corner stand, I bought an apple, my favorite fruit. When I was younger, my brothers could get me to do anything for an apple. In the center island of an expressway, I bought a coke, my favorite drink, which I used to have to beg and beg my grandma for. Then, because I’d discovered my brave side, I went into a metro station and bought a ticket to get familiar with the train that my godfather Don Lacho had told me so much about. But every time the train doors opened, a stampede of people came at me, and I could never get on.

When it started to get dark, I suddenly got scared. I decided to go back home and leave my escape for a better occasion.

The problem was I didn’t have the slightest idea where I lived or how to get there. I was standing there thinking about what to do when a car pulled up next to me and the driver said: Need a ride, Miss? Grateful, I got in and explained that I didn’t know my address, but if he took me to the Grand Hotel Bristol, we’d be close, and it would be easier to find.

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